C. M. MAYO
El último príncipe del Imperio Mexicano

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La consentida de Rosedale

Tomado del primer capítulo de la novela
El último príncipe del Imperio Mexicano
por C.M. Mayo
(Grijalbo, Random House Mondadori, 2010)
Derechos Reservados. © Copyright C.M. Mayo 2010.


Érase una vez una niña llamada Alice Green. Vivía en algo que la gente a la que no se le ocurre nada mejor llamaría una granja, pero que su familia llamaba su "hacienda señorial". La casa grande de Rosedale no era especialmente bonita: una caja de tablones con un salón central y, arriba, una hilera de dormitorios (Alice compartía uno de los más pequeños con sus dos hermanas). Sin embargo, había chimenea en cada habitación, un piano reluciente en la sala y, en el comedor, sillas estilo Hepplewhite. Se decía que Pierre L'Enfant, que trazó los planos de la ciudad de Washington, había prestado asesoría en el diseño del paisaje. Había senderos de cornejos y setos ornamentales; huertos de duraznos, peras, cerezas, higos y manzanas, pérgolas de uvas, matas de fresas y hortalizas, incluyendo lechos de espárragos sensacionalmente prolíficos ("Ay, Moisés", la madre de Alice, Mrs. Green, se lamentaba cada primavera con mal disimulado orgullo. "¿Qué voy a hacer con todos estos espárragos?"). También podría uno mencionar los pollos, patos, gansos y cerdos campeones y, pastando en las verdes colinas que por aquí y por allá bajaban hacia el boscoso cañón de Rock Creek, un hato de vacas lecheras escrupulosamente bien cuidadas. Como era común en esos días, la familia poseía esclavos; éstos tenían sus desaliñadas cabañitas atrás de los establos, de modo que no echaran a perder la agradable vista del camino principal. Rosedale coronaba las lomas que subían de Georgetown, el puerto tabacalero ya casi centenario que había quedado arrinconado en el Oeste del distrito de Columbia. Desde la claraboya de su recámara, que sobresalía como una proyección del tejado, Alice podía mirar las colinas que bajaban ondulando unas cuantas millas más allá, hasta aquélla que llamaban Roma, donde se levantaba el capitolio nacional, entonces no más que un diente de edificio. Abajo, hacia el Sur, corría el Potomac con sus rústicos muelles y, como una prolongación de la casa de Francis Scott Key, el destartalado puente del acueducto. En la orilla opuesta, hacia la azul distancia, esa astilla que era la Casa Arlington dando la espalda a los campos y bosques de Virginia. Ay, cuántas veces la vista se vio ensombrecida por el humo que salía de alguno de los molinos de papel o fábricas de pegamento de Georgetown.

El fundador de Rosedale había sido el abuelo materno de Alice, el general Uriah Forrest, que peleó al lado del general Washington, y era fama que había perdido una pierna en la batalla de Brandywine. Su abuela materna era una Plater: se crió en Sotterley, una de las plantaciones de tabaco más opulentas de Tidewater Maryland.* Pero mucho de todo eso se había perdido ya para cuando Alice nació. Varias décadas antes, el general Forrest se fue a la quiebra. Y en cuanto a Sotterley, cuenta la historia, se le escurrió de los dedos al tío abuelo en una partida de dados.

El padre de Alice trabajaba a la sazón en una oficina de la ciudad de Washington, pero de joven había entrado en acción en Trípoli, al lado del comodoro Decatur. Conservaba su uniforme en su baúl de marino, un arcón de madera con agarraderas de cuerda que nadie podía levantar. Alice y sus hermanos y hermanas tenían permiso de probarse por turnos el sombrero, que tenía una pluma enorme, y de posar con él frente al espejo. También se les permitía sacar el mosquete y el sable, aunque este último no debía salir de su funda. Añadíase a todo esto un par de botas altas con las suelas cuarteadas, unas chaparreras amarillas que alguna vez fueron blancas como la nieve y un abrigo que olía muy fuerte a alcanfor y no obstante estaba lleno de hoyos de polilla.

Alice tenía siete años cuando lo supo: le encantaban los uniformes. Ansiaba, con todo su corazón, ir a Trípoli.

Las niñas no usan uniforme le dijo su hermano mayor, George.

Tonta la llamó su hermana más grande, mirando para arriba.

Cabeza de alcornoque dijo otro de sus hermanos, Oseola, y le sacó la lengua.

Fue así como persuadieron a Alice de abandonar su primera ambición. Pero nunca abandonó el anhelo por su destino, el cual podía sentir como una niña ciega que palpara un elefante: una cosa enorme, cálida, pulsante. No tenía ninguna noción de qué podría ser, ni una palabra para describirlo, sólo la certeza vaga pero sólida de que era totalmente distinto e inconcebiblemente más grande que los otros. . .



La brisa que sopla en un bosque de otoño

Tomado del tercer capítulo de la novela
El último príncipe del Imperio Mexicano
por C.M. Mayo
(Grijalbo, Random House Mondadori, 2010)
Derechos Reservados. © Copyright C.M. Mayo 2010.





Corría junio de 1864, ya bien en época de lluvias, cuando Maximiliano y Carlota llegaron a la Ciudad de México. No obstante, como si el Todopoderoso mismo hubiese querido mostrar au alegría, ese día el cielo parecía un vidrio recién lavado de tan claro. Miles de personas llenaban la calle más importante de la capital, la calle de San Francisco; cientos más aguardaban bajo el sol en azoteas y balcones. Se había erigido una serie de arcos triunfales de madera y argamasa, cada uno de lado a lado de la calle y tan altos como un edificio de cinco pisos. Eran el "Arco de la Paz", el "Arco de las Flores", y así seguía la serie, con figuras alegóricas, cornucopias, inscripciones elaboradas: "O Carlota, los jardines de flores de México te saludan con palmas, rosas y laureles". Durante días, esta calle había sido escenario de un frenesí de martillos y herramientas; los baches se rellenaron con arena, las banquetas se barrieron; decoraron los balcones con gallardetes y arreglos florales y con la bandera imperial de México, verde, blanca y roja. De nuevo, la policía anduvo en la mañana repartiéndole a la gente costales de flores para que las aventara. Los mejores balcones se rentaban a 80 y a 100 pesos por cabeza. Según decían, un periodista le había ofrecido a una tal Mrs. Yorke hasta 500 pesos por el suyo.

Angelo y Alicia de Iturbide, sin embargo, no pudieron disfrutar su mirador privilegiado del año anterior, cuando el ejército imperial francés pasó marchando por la misma calle; en protesta a las ambiciones de Francia sobre el hemisferio que consideraba de su cartera de responsabilidades , Estados Unidos había llamado a su ministro, Mr. Thomas Corwin, de regreso a Washington. El edificio que ocupara la legación estadounidense, vacío durante no más de lo que lleva silbar una tonada, servía ahora para alojar a oficiales franceses.

Desde el balcón del comedor de los Iturbide, en el tercer piso, si uno se asomaba por los barrotes del lado extremo derecho, podía ver un pedacito de la calle principal. Angelo y sus hermanos no se dejaron tentar por la ventana. Se quedaron en la mesa, fumando y jugando dominó. Habían dejado al bebé en su recámara con su nana; todos podían oírlo berreando y a ella tratando de arrullarlo con una canción de cuna. Alicia y Pepa llevaban ya un rato esperando en el balcón. El sol estaba fuerte. En ese reducido espacio, las sombrillas pegaban una contra la otra a cada rato.

La idea de ver cómo esos extranjeros eran celebrados igual que lo habían sido sus padres le traía a Pepa recuerdos que le estrujaban el corazón. De por sí ya estaba de mal humor porque un promiscuo número de miembros de la sociedad mexicana había sido convidado esa noche a ver los cohetes desde la azotea del Palacio Imperial, y nadie de su familia estaba en las lista de invitados. Esa lista debían de haberla urdido el general Almonte con su esposa y su ralea: la clase más ínfima de trepadores y artistas charlatanes.

Podían oír hasta ahí los tambores, pero el desfile no parecía estarse acercando. Cerrando de golpe su sombrilla, Alicia dijo:

¡Qué lata! Vámonos adentro.

respondió Pepa. Vámonos y fue la primera en meterse. . .





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