C. M. MAYO
Odisea metafísica hacia la Revolución Mexicana,
El libro secreto de Francisco I. Madero, Manual espírita

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Extracto del capítulo 3:
Un rayo de luz: una pistola cargada
Dos libros
Este extracto fue originalmente publicado en La Revista de la Universidad, núm. 118

Cuando hablamos de un "libro exitoso", generalmente nos referimos a uno publicado por una editorial de renombre, que está en la mesa de novedades de las librerías y le produce cubetadas de dinero de regalías a su autor. En otras palabras, hablamos de él como una mercancía o, si queremos sonar tantito más sofisticados, una mercancía híbrida / obra de arte / obra académica. Digo "nosotros" porque estoy escribiendo y supongo que ustedes están leyendo esto en un tiempo y un lugar donde los libros ya no están prohibidos por el gobierno, los autores ya no son casualmente encarcelados... o algo peor. Adormecidos por un chorro interminable de novelas de acción y romance pensadas para el cine, olvidamos que, como lo expresara Ray Bradbury, "un libro es una pistola cargada".

Francisco I. Madero escribió su Manual espírita para que fuera un rayo de luz, para sanar a México y al mundo con sus consoladores conceptos sobre la naturaleza y el sentido de la vida. Sin embargo, es un libro que descansa en las espaldas del primero que escribió, y éste si de veras era una pistola cargada: La sucesión presidencial en 1910, publicado en el invierno de 1909, cuando don Porfirio Díaz, el dictador que se había robado la presidencia con un golpe de estado, gobernando México intermitentemente a lo largo de más de 30 años, estaba por celebrar su cumpleaños número 80 y, puesto que lo llamaban "el hombre necesario" de México, se preparaba para tomarse su séptimo período presidencial.

Madero no tenía interés en el concepto capitalista del libro exitoso; él quería que La sucesión presidencial en 1910 llegara a las manos de la gente tan rápido como fuera posible y, para eso, no necesitaba librerías; necesitaba burlar a la policía de don Porfirio. Él mismo pagó la edición (un primer tiraje de 3 mil ejemplares y luego más) y, como comenta en una carta:
[L]a primera precaución que tomé fue de repartir 800 ejemplares entre los miembros de la prensa y los intelectuales de la República, así es que cuando el Gobierno tuvo la noticia de la circulación de éste, ya no había remedio...
Emprendedor, audaz y hábil debe de haber sido, pero, como nos encontramos a la distancia de su futuro, no podemos ver a Francisco I. Madero sin ver también su muerte. Desde esa lóbrega noche del 22 de febrero de 1913, la sombra del crimen se cierne sobre su presidencia de apenas 15 meses; sobre sus campañas, tanto la política como la militar; sobre la escritura de La sucesión presidencial en 1910 y del Manual espírita, que es lo que nos interesa más aquí.

Ay, una pistola cargada puede escupir fuego en direcciones inesperadas.

Y luego, también, están ahí las pistolas reales.

 Pandemónium
La mayor parte de mis días los paso sola en mi escritorio, lejos del ajetreo político de México. Pero en los siete años que pasé escribiendo mi novela, y esto significa no sólo leyendo e investigando en archivos, sino también en mi imaginación, como una espeleóloga que explorara las grietas y recovecos de los puntos de vista de varios personajes —incluyendo al emperador de México—, llegué a comprender, con mayor profundidad de lo que hubiera creído posible, los enigmas y las sorprendentemente dolorosas realidades del poder político. A pesar del título que una pueda tener, cuán poco de eso conoce a veces: el golfo que separa la realidad de la percepción, la importancia crucial de controlar la percepción. Por otra parte, en ciertas circunstancias, cuánto de eso puede una ver nada más tronar un dedo: cantidades espantosas, que dan vértigo. La actitud enloquecida, de pastor alemán, de aquellos que buscan el favor de una (Dios mío, ¿de donde salió está gente?); la ingenuidad a veces peligrosa de la familia de una, de sus amigos y subordinados; los enemigos, algunos personas decentes que luchan por una bandera distinta, pero otros con la ética de un mapache rabioso. Los que la idolatran a una, los paranoicos, los chismosos, los fastidiosos. Luego están los periodistas, como un ejército de duendes: amigables, odiosos, cooperativos, honestos, expertos, ineptos. Una abre el periódico estrujándose el corazón. Por último, crucialmente, he empezado a entender la necesidad, el privilegio, la despiadada jaula y la posible trampa mortal de tener que ir a todas partes, siempre, con una escolta de guardaespaldas armados.

Justo cuando acababa de darle forma al primer borrador de mi novela, el presidente Felipe Calderón nombró a mi esposo para su gabinete y, aunque en otro siglo y con muy diferente forma de gobierno, comprendí que lo que tan meticulosamente había imaginado sobre la naturaleza del poder, a un nivel personal, era precisamente cierto.

Desde luego, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público es una cosa insignificante comparada con la presidencia de la República. Y, comparada con lo que es en este momento en que escribo, la presidencia de México en los albores de la Revolución de 1910, sin importar quién presumiera de ocuparla, era una institución tambaleante.

Con sólo 38 años de edad, Francisco Madero saltó a la presidencia con tal velocidad que no tuvo oportunidad de sopesar la naturaleza de ese poder. No había aprendido a distinguir consistentemente, ya no digamos a elaborar una taxonomía y una nómina de todos esos pastores alemanes de altos vuelos, mapaches rabiosos y duendes, ni tampoco de los buenos servidores públicos y oficiales militares, ni de los hombres honestos ni de los amigos auténticos. Leemos su historia hoy en día, más de un siglo después de que su cuerpo descendiera a la tierra, y es obvio: de todas sus numerosas decisiones -muchas de genio, de sabiduría o de valor, algunas cuestionables, otras muy pobres— la que tomó el 17 de febrero de 1913 fue la que probaría ser mortal. El presidente Madero le negó su confianza a la persona que verdaderamente le quería, la que —tal vez más que ninguna otra-había hecho posible su ascenso al poder y estaba tratando desesperadamente de salvar su gobierno. En lugar de confiar en él, el presidente Madero confió en el general Victoriano Huerta.

Me refiero al hermano de Madero, a Gustavo, poco más de un año menor que él, con quien él había pasado casi todos los días de su infancia y con quien estuvo en Maryland, en París y en Berkeley. Gustavo era más alto y tenía la cara más redonda; tenía el cabello castaño claro y se lo peinaba de copete hacia arriba y hacia atrás, y usaba unos lentes de lechuza. Su ojo izquierdo, a causa de un accidente infantil con una pelota, era de vidrio, pero nunca fue un obstáculo. Era un chico peleonero, bravucón (si hemos de creerle al director jesuita de su escuela de Saltillo). Al inicio de sus treintas ya se había casado con una prima y tuvo varios hijos; era un viajero incesante, inversionista en fábricas textiles, empresas mineras, salinas, algodón, guayule, ranchos y vagones de ferrocarril: el nieto ejemplar de don Evaristo. A temprana edad, compartiendo sus ideales políticos aunque no su ardiente espiritismo, al parecer, Gustavo le ayudó a su hermano mayor con su Club Democrático "Benito Juárez". Cuando leyó La sucesión presidencial en 1910, Gustavo ayudó a distribuirlo y, a fin de preparar la campaña presidencial de su hermano, empezó a formar clubs. Gustavo donó dinero, recaudó dinero y después —luego del encarcelamiento de Francisco durante las elecciones presidenciales de 1910, su fuga y el estallido de la Revolución el 20 de noviembre de 1910— se convirtió en el representante de la Revolución, su agente financiero y su proveedor de armas. Para entonces ya sus viajes le llevaban hasta Nueva York, Washington, San Antonio y El Paso, desde donde ayudó a cruzar la frontera —en ocasiones distintas y finalmente con miras a la decisiva batalla de Juárez— a su hermano, Pancho Villa, Venustiano Carranza, Abraham González, Pascual Orozco, el poeta espiritista costarricense Rogelio Fernández Güell, Giuseppe Garibaldi II, el agente alemán Felix Sommerfeld, un gran número de ametralladores gringos, patriotas mexicanos y el resto de esa muchedumbre variopinta que era su ejército.

Era un ejército pequeño lleno de mercenarios extranjeros. Gustavo Madero se las arregló para financiarlo, mediante un acto de acrobacia política y con ayuda del mejor cabildero de Washington que podía comprar el dinero: Sherburne G. Hopkins. Pero estos hechos no pueden eclipsar el mayor de todos: el aguacero de celebraciones por la victoria sobre Díaz, en 1911, demostró que la Revolución había ganado un apoyo genuino en toda la nación. Típico y más elocuente que la mayoría, dice el reportaje de Edward I. Bell, corresponsal en la Ciudad de México—The Political Shame of Mexico—:
Jamás, en la historia del mundo moderno, se ha visto una exhibición de idolatría como la que le dieron las clases populares de México a Madero, a lo largo de todo su viaje desde su natal Parras, en el estado de Coahuila, hasta la capital de México. Su tren se tardó cuatro días en recorrer los más de mil kilómetros de distancia. Saliendo el 3 de junio de 1911, nueve días después de que De la Barra se convirtiera en presidente provisional de México, no llegó a la capital sino hasta el 7, luego de una marcha triunfal entre el incesante grito de "¡Viva Madero!" Día y noche este imparable coro surgía de la garganta de las multitudes que se amontonaban a lo largo de los rieles: en cruces, tanques de agua, puentes, cunetas, pilotes y en todos los pueblos y ciudades para rendirle honores.

Pero era algo más que honores lo que esta gente primitiva le rendía a Madero: era adoración. Desde grandes distancias venían los peones a saludarlo, a escuchar su voz, a mirar su cara, a tocar los bordes de su ropa. Lo vitoreaban como a un salvador de su pueblo; no humano, sino dios. En qué fecha saldría de viaje, nadie lo sabía, ni siquiera él, hasta tres días antes de partir del hogar del clan Madero. Sin embargo, por todo el norte y centro de México se difundió la noticia por carta, por telegrama, de boca en boca; y aquellos que no eran enfermos de cama se levantaron y tomaron camino, tan rápido como era posible, hasta la vía del tren más cercana por donde el Salvador fuera a pasar.

Aquellos que tenían dinero viajaban en tren desde lugares lejanos, pero cantidades inmensas de gente sin recursos llegaban a pie, en burro, en mula, a caballo o en desvencijadas carretas, desde más de 300 kilómetros, a marcha forzada, rezando porque llegaran a tiempo. Venían harapientos y descalzos. Traían a sus bebés envueltos en sarapes colgados a la espalda. Los ancianos venían con su espalda encorvada y sus piernas temblorosas; los cojos y los inválidos, trastabillando con sus bastones y sus muletas. Por las montañas, por páramos sembrados de cactos, los más fuertes cargando a los débiles, a niños de pocos años que trotaban como becerritos detrás de sus madres... en todas las formas en que un pueblo primitivo de distintas edades y condiciones sociales puede moverse, los pobres del norte y del centro de México encontraron el camino desde sus lugares de residencia hasta algún punto de las vías por el que Madero, el mesías de los peones, el conquistador del gran Díaz, fuera a pasar.
Y, cuando su tren llegó a México:
[H]abía por lo menos trescientos mil visitantes que se añadieron a los normales cuatrocientos mil de la ciudad, y la entrada de Madero, el 7 de junio, se celebró con muestras de regocijo popular más allá de todo lo que se hubiera visto en la historia de la capital... calles y plazas lucían atiborradas de gente sin que hubiera ni policías ni guardia militar. Extranjeros de todas las naciones se mezclaban libremente con los nativos. Un ejemplo de orden y buena conducta marcó el día. Una nueva clase de asuntos había tomado posesión de México: la gente se conducía "con honor" y portaba bien su dignidad.
Y luego, mientras Francisco hacía libremente su campaña y ganaba las elecciones para la presidencia en 1911, Gustavo seguía a su lado, ministro sin cartera, pero, para todo asunto práctico, la mano derecha del presidente.

Madero tomó posesión el 6 de noviembre de 1911. Para finales de 1912, las cosas ya se estaban viniendo abajo.

En la densamente poblada región de plantaciones de caña del estado de Morelos, al sur de la Ciudad de México, el alguna vez aliado de Madero, Emiliano Zapata, y sus miles de seguidores, impacientes por la reforma agraria, se lanzaron a una rebelión que pronto se extendió a los estados vecinos. En el norte, el general Bernardo Reyes, quien acababa de regresar de Europa, se rebeló también y fue arrestado a finales de 1911. Otras rebeliones más estallaron en Chihuahua, Oaxaca, Tamaulipas. Había enfrentamientos en Yucatán, Tabasco, Campeche. La prensa —de derecha, izquierda, centro y cloacas—, ahora suelta y desamordazada por un presidente que prefería "hundirme con la ley que mantenerme a flote sin ella", se volvió un perro de rabia. Gustavo Madero fue lacerado en la prensa. El mismo presidente Madero era el sueño de los caricaturistas con su cabeza calva y sus piernas cortas. ¿Y qué tal su tufo de espiritismo, su vegetarianismo, su interés en la homeopatía? ¡Oh, un éxtasis de sátiros!

En octubre de 1911, un sobrino de don Porfirio, Félix Díaz, antiguo inspector de policía, encabezó una revuelta en la guarnición de Veracruz; esperaba que el ejército lo apoyara, pero no fue así. Le arrestaron y le condenaron a muerte. Contra la advertencia de muchas personas, incluyendo a su hermano Gustavo, Madero le conmutó la sentencia por una de reclusión.

Mientras tanto, la anarquía reinaba en el campo. Los empresarios norteamericanos y europeos se quejaron con sus embajadores. El embajador Wilson, que ya le había hecho a su secretario de estado la observación de que Madero "estaba lidiando con una situación sumamente difícil, abrumado ante la dificultad de conciliar su peculiar credo [!] y el proyecto de la Revolución con las condiciones prevalentes y las grandes necesidades del momento", se quejó fulminantemente con Washington y con cualquiera que quisiera oírlo, con tanta falta de respeto que Madero solicitó fuera remplazado.

El embajador Wilson debió de haberse enterado, para ese entonces, de que el Manual espírita, de Bhîma, estaba en circulación. Costeados por el autor se habían impreso 5 mil ejemplares: para el México de aquella época, un tiraje más que sustancial.

De alguna manera —como yo escribo a paso de tortuga, me quedo con la boca abierta—, Madero había escrito el Manual espírita en 1910. En ese año de locura, hizo su campaña por la presidencia por todo México, fue encarcelado justo antes de las elecciones, escapó a Texas y luego declaró la Revolución. Aunque la dedicatoria data de 1909, Madero terminó de escribir el Manual espírita en agosto de 1910, justo por los días en que saltó a un tren que iba hacia el norte, a Texas, disfrazado de trabajador de ferrocarriles, para evadir a la policía de Porfirio Díaz.

Detengámonos en esa imagen de finales del verano de 1910: don Francisco en un overol manchado de grasa, con paliacate y gorra de ferrocarrilero. No hay fotos, así que tendremos que imaginarnos una. La tomaron, digamos, en el compartimento del equipaje. Está sentado en un costal de correos, un codo apoyado en una rodilla, con la otra pierna estirada (nótese el hoyo en la rodilla del pantalón). El flash captura una sonrisa enigmática.

Arjuna, Bhîma.

El tren de nuestro autor va silbando hacia Texas; deja una estela de humo, fabulosa pluma de avestruz, a través del desierto.

Cae la noche, soberbia de tantas estrellas.

Detrás de él van quedando La sucesión presidencial en 1910, las elecciones robadas, el manuscrito del Manual espírita.

Delante de él, la Revolución, la publicación del Manual espírita, su segunda campaña presidencial, el Palacio Nacional y, al final, el asesinato de Gustavo y luego el suyo propio.

En la campana de cristal de su exilio en Estados Unidos—que se levantara sólo momentáneamente el 20 de noviembre, en el primer intento de revolución—, Madero va a estudiar con mayor profundidad el Bhagavad-Gita, en la biblioteca pública de Nueva Orleans; Sara estará esperándolo en San Antonio, y su padre y Gustavo negociarán con Limantour en Nueva York y en Washington y traerán armas a la frontera. En un período de tantas tensiones, tan lejos de su hogar en esa tierra extraña, ¿qué lo sostiene en pie? La fe, la audacia, el amor, ¿en qué proporciones?

Le escribía con frecuencia a Sara, "mi adorada esposa", dirigiéndose siempre a ella con el nombre clave "Juana P. de Montiel". Cerca de la Navidad de 1910, probablemente desde Nueva Orleans:
[R]ecibe el inmenso amor que te tiene tu esposo que da gracias a Dios por haberle dado una mujercita tan buena y tan valerosa, igual a mi querida mamacita. Con las oraciones de Uds. dos que son unas santas y con las de mis hermanas que van por el mismo camino y con las de tantos infelices que sólo en Dios encuentran consuelo y se dirigen a Él pidiéndole ayuda para su causa, indudablemente nos ayudará y triunfaremos.
El Manual espírita salió de la imprenta en el invierno de 1911, en medio de la lucha armada. Varios meses después, con la Revolución victoriosa—o así parecía— y Madero como presidente electo, el número de octubre de 1911 de Helios, una revista espiritista financiada por él, lanzó el Manual espírita con extractos, un anuncio ("una gran edición a precios mínimos a fin de divulgar los principios de nuestra excelsa filosofía"), una fotografía formal del presidente electo en compañía de su padre, y el siguiente deslinde de responsabilidades, presumiblemente redactado por el editor de Helios, Rogelio Fernández Güell:

El triunfo de Madero ha sido el triunfo de la razón y de la fe contra la injusticia y el pesimismo erigidos en sistema de gobierno, el sublime desquite de los soñadores contra los llamados hombres prácticos: la apoteosis del ideal, la glorificación del espíritu en su lucha titánica contra la materia.

Después de un período de más de treinta años de no ejercitar sus derechos, el pueblo mexicano ha elegido para ocupar la primera Magistratura de la República al caudillo de la pasada revolución libertadora, D. Francisco I. Madero.

A raíz del triunfo pudo haber ocupado la Presidencia inmediatamente; mas él prefirió que la voluntad libérrima de la Nación se manifieste en los comicios, y el pueblo mexicano con su voto unánime consagró en las pasadas elecciones su prestigiosa personalidad.

Durante cuatro meses, ésta ha estado en el tapete de la discusión; se ha analizado a D. Francisco I. Madero como político, caudillo revolucionario, pacificador, etc. Sus mismos enemigos, que le negaban capacidad para gobernar, han alabado sus prendas morales, su moderación y su templanza, y aún se ha dado el caso de que el clero recomendase su candidatura, la candidatura de un liberal, de un espírita, de un masón. Se ha aludido con frecuencia a sus ideas filosóficas, y los caricaturistas lo han representado consultando las mesas o conjurando a los espíritus. Para desprestigiarlo, se la han atribuido escritos como el famoso Manual Espírita, de Bhîma, que reprodujo en parte El Porvenir, órgano del íntimo partido reyista. Mas en el pueblo no han hecho mella esas vanas acometidas. Lo único que han logrado es llamar la atención hacia nuestra incomparable filosofía.

Pero, gracias a las cartas de Madero que se conservan en su archivo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, sabemos que él escribió el Manual espírita; él era Bhîma, ese seudónimo tomado, al igual que Arjuna, del Bhagavad-Gita. En una carta al presidente de la Junta Permanente del Segundo Congreso Espiritista, fechada el 26 de septiembre de 1909, dice:
[V]a firmado con un X. A Ud. le suplico encarecidamente no lo revele a nadie, pues Ud. sabe que en los actuales momentos políticos me perjudicará grandemente.
Con un mensaje similar se dirige a Antonio Becerra y Castro, quien también estaba en el comité editorial de Helios y fue el editor del libro: "Guarde hasta donde sea posible la reserva sobre que soy el autor". De manera específica, Madero le solicitó a Becerra y Castro que revelara su nombre sólo a los otros dos miembos de la Junta Permanente del Segundo Congreso Espiritista: Carlos Herrera y López y Alberto Aragón (no a Krumm-Heller. Hmm, interesante).

Como podemos ver, en Helios Madero estaba tratando de quedarse con las dos cosas: evangelizar y salir libre de costos políticos por ello.

En agosto de 1912, los masones patrocinaron una serie de conferencias que daría en la Ciudad de México la célebre librepensadora, espiritista y feminista española, Belén de Sárraga, y Helios y el periódico de Gustavo Madero, Nueva Era, cubrieron los eventos con entusiasmo. En medio de todo esto, más de cien damas de la alta sociedad se presentaron en el castillo de Chapultepec, entonces residencia presidencial, para expresar su indignación ante los ataques de esa extranjera hacia la mujer mexicana. Y quedaron todavía más indignadas cuando el presidente Madero les respondió: "Nuestras leyes no me permiten coartar la libertad de expresión de la señora Belén".

México, recordémoslo, es un pañuelo. Los rumores habían volado y ahora eran parvadas iracundas. Cualquiera que invocara a los muertos o se metiera con el papel intermediario de la Iglesia, ya no digamos hablara de "proyección astral" y (¡sales de olor, por favor!) "reencarnación interplanetaria", igual podría echarle un cerillo a un barril de queroseno. El clero católico, el partido católico y la prensa a su servicio tenían una idea muy nebulosa de lo que era el espiritismo de Madero; a veces lo llamaban librepensador, a veces ateo. Cualquier cosa, lo querían fuera.

La vieja guardia, gruñendo en voz alta, deseaba volver y no tenían ni una pizca de paciencia para esa monserga del "sufragio efectivo". Una anécdota se repetía hasta el cansancio en esos círculos: una campesina que observaba la entrada triunfal de Madero a la Ciudad de México le preguntó a la de al lado: "¿Quién es esta Democracia de la que tanto hablan?" La otra le contestó: "No estoy segura, pero creo que es la que va junto a la señora de Madero".

En relación con los rumores sobre el espiritismo del presidente, su propio abuelo, don Evaristo, le dio armas a la vieja guardia cuando le escribió a Limantour, yéndonos hacia atrás a principios de 1911:
Si a todo esto agrega usted, mi buen amigo, todos los dolores de cabeza que nos han causado las malhadadas cuestiones políticas, y en las que por fuerza quieren las altas personalidades del Gobierno pasar por revolucionarios, o cuando menos, sostenedores de la revolución, sólo porque el visionario de mi nieto Francisco se ha metido a querernos redimir de nuestros pecados, como dice el catecismo del Padre Ripalda; y todo ello dizque por revelaciones de los espíritus de Juárez o de no sé quién...
Don Evaristo no habría tenido tanta prisa por llamar a Limantour "mi buen amigo", si hubiera sabido el poco respeto que le demostraría en sus memorias. Pero esas memorias —que secamente tituló Apuntes sobre mi vida pública y no tienen ninguna simpatía por la Revolución que todo gobierno mexicano, después de Huerta, ha celebrado con un día festivo— no vieron la luz sino hasta 1965.

El ejército y su poderoso general Victoriano Huerta, veterano de años de aplastar levantamientos campesinos, vendría a ser una pieza clave para sostener y, al final, destruir el gobierno de Madero. Al parecer, si alguna cosa llegaba a perturbar su conciencia, el general Huerta la tomaba por el pescuezo y la ahogaba en alcohol. Era famoso por su afición a la bebida: a principios de 1916 moriría en El Paso, Texas, de cirrosis hepática.

Sería el general Huerta quien escoltara a don Porfirio y a su familia hasta su barco, en Veracruz. Huerta, quien en 1911, por órdenes del presidente interino De la Barra y para gran disgusto de Madero, irrumpió en territorio zapatista quemando pueblos y ejecutando prisioneros. Huerta, quien, ahora a las órdenes del presidente Madero, acabó con la rebelión orozquista en el norte, en 1912. Huerta, quien mandó que fusilaran a Pancho Villa por robarse un caballo. Huerta, quien, a regañadientes, obedeció la orden del presidente Madero de que mejor encerraran a Villa en la cárcel.

Y no olvidemos al general Manuel Mondragón, enjuto y ruin, un gatillero de elenco estelar, con esas cejas pastosas. Experto artillero y diseñador de ametralladoras, el general Mondragón había sido el proveedor de armas de Porfirio Díaz y estaba enfurecido porque, gracias al jefe del servicio secreto de Madero, Félix Sommerfeld, la mayor parte de ese lucrativo negocio se la habían quitado a sus amigos franceses para dársela a los alemanes. "Sus ojos febriles denunciaban un gran fuego interior —dijo de él el poeta José Juan Tablada—. ¿Qué puede ser ese fuego, sino incendio de ambición, de poder, de mando y despotismo?"

Oh, había muchas piezas en este feo rompecabezas. También estaban ahí los oficiales valientes, buenos, leales. A lo largo de todo el siglo XIX y ya bien entrado el XX, el Ejército Mexicano ha sido un mosaico de sensibilidades leales y mercuriales. Y, como todo emperador, todo dictador y todo presidente —incluyendo al mismo Francisco I. Madero— lo sabía o lo descubriría a su pesar, era imposible gobernar sin él.

El abrupto despertar de Madero llegó con una llamada telefónica a la residencia presidencial, el castillo de Chapultepec.

Todavía no amanecía el domingo 9 de febrero de 1913. El general Mondragón condujo tropas de cadetes y oficiales desde su cuartel de Tlalpan, un suburbio del sur de la Ciudad de México, hacia la prisión militar de Santiago Tlatelolco, donde liberaron al general Bernardo Reyes. En el enfrentamiento, la prisión fue incendiada y más de cien hombres perdieron la vida. Parte de estas fuerzas, a las cuales se unió un segundo destacamento de tropas y artillería que venían de Tacubaya, se dirigió a la penitenciaría federal de Lecumberri, mataron al comandante y liberaron a Félix Díaz (después de esperarlo a que terminara de rasurarse).

El plan era que el general Reyes, junto con Félix Díaz, el general Mondragón y los cientos de soldados que los secundaban tomarían por asalto el Palacio Nacional. Antes del mediodía, el general Reyes sería presidente de México.

Pero Gustavo Madero, rápido como un relámpago, llegó primero.
 

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