
TULPA MAX
O
NOTAS SOBRE LA VIDA DESPUÉS DE UNA RESURRECCIÓN
Originalmente
publicado en Letras
Libres,
junio de 2017
C.M. MAYO
. |
 Una
forma de decirlo es que
los novelistas históricos nos dedicamos al oficio de la
resurrección. ¿Pero a quién, o qué
es lo que precisamente que traemos a la vida? Estos personajes
surgidos de nuestra imaginación, con todo y que esten
basados en seres que fueran alguna vez carne, sangre, y hueso,
¿son capaces de escapar de la página
y, como los tulpas de la tradición esotérica
tibetana, adquirir su propria voluntad y acechar a sus creadores?
En el caso de Maximiliano de Habsburgo, ese archiduque de Austria
que terminó tanto su reino de emperador de México
como su vida ante un pelotón de fusilamiento en Querétaro
hace ciento y cincuenta años, y sobre quién basé
un personaje en mi novela sobre la verdadera historia de Agustín
de Iturbide y Green, El
último príncipe del Imperio mexicano, debo
confesar que sí. Este Maximiliano me acecha.
Para empezar, poco después de la publicación de
la novela (hace más años de lo que me gustaría
contar), "Tulpa Max", así le podemos llamar,
incitó una pequeña avalancha de correspondencia
digital, la cual hasta la fecha continúa retumbando en
mi programa de Outlook Express.
.
|
¿Había visto el megaalebrije,
"Amor por México, Maximiliano y Carlota"?
¿Era Maximiliano masón?
¿Qué pensaba de la leyenda de Justo Serra (supuestamente
se trataba de Maximiliano que había escapado del pelotón
de fusilamiento y había hecho una nueva vida en El Salvador)?
..
|
De otra lectora, Maruja González,
amiga de un amigo en San Miguel de Allende, recibí, junto
con el generoso permiso de publicarlo
en mi blog, su relato de familia con el título "Las
peritas del emperador". Sucedió que cuando Maximiliano
visitó aquella ciudad en 1864 se hospedó en la
casa de sus tatarabuelos:
.
|
"...y ahí se le hizo
solemnísimo banquete con música y solistas y las
señoras encopetadas lamentaron mucho la ausencia de la
emperatriz, Carlotita, como ya le decían de cariño.
Todas estas señoras de la crema y nata de San Miguel se
pulieron haciendo rebuscados manjares a cual más exquisito
y lucidor. Una de mis tías tuvo a bien preparar unas peras
en almíbar que encantaron al monarca, quien se volcó
en elogios a tan maravilloso postre... "
.
|
Un mensaje como de últratumba—aunque
más bien se trataba literalmente de una tumba—vino
de Jean Pierre d'Huart, tatarasobrino del oficial belga asesinado
de un tiro en la cabeza en la carretera cerca de Río Frío
en marzo de 1866. Ese desafortunado oficial era miembro de la
delegación que vino a México después de
la muerte del padre de Carlota, el rey Leopoldo de Bélgica,
y de la asunción a ese trono de su hermano, Leopoldo II
(sí, el responsable del episodio infame del Congo). Que
unos bandidos atacaran de forma tan descarada a un personaje
de altísimo nivel en esa arteria de comunicación—de
la Ciudad de México a Veracruz—fue considerado en
aquel entonces y lo es hasta hoy, tanto en México como
en el extranjero, un parteaguas para el gobierno de Maximiliano,
un heraldo de su derrota. Había una imprecisión
en mi novela, mi correspondiente me informó con gentileza.
El barón d'Huart asesinado cerca de Río de Frío
no era Charles, que en ese momento se encontraba con el ejército
francés imperial, sino su primo distante, Frédéric
Victor. Adjunto encontré una fotografía tomada
en Tintigny, Bélgica, de su lápida, la base tapizada
en musgo.
Pero el mensaje más edgarallanpoesco que hasta la fecha
he recibido vino de un amigo, Roberto Wallentin, consistía
en la traducción al español por su padre, el doctor
Roberto Wallentin, de un
artículo de un periodico húngaro de 1876 y escrito
por el también doctor Szender Ede. Los expertos en
cuestiones del Segundo Imperio reconocerán al doctor Ede
como el individuo responsable del grotescamente inepto embalsamiento
del cadáver de Maximiliano. Szender Ede dice en su texto:
.
|
"Durante mi labor en el embalsamiento,
y después también, hubo mucha gente que me pidió
si podía conseguir los objetos personales del difunto.
Que yo sepa, Maximiliano durante su cautiverio en Querétaro,
todo lo que tenía personal, lo mandó por interpositas
personas a diferentes miembros de su familia. Lo único
que quedó en su habitación era la cama de "fierro"
donde dormía. El doctor Rivadeneyra le aseguró
al doctor Basch que el Emperador se la había regalado
y por eso el doctor autorizó de buena fe la "donación"
a él. Por otro lado el doctor Licea (y esto inclusive
lo comentó la prensa mexicana) hizo un verdadero negocio
con objetos que—según él—eran de Maximiliano.
Yo me quedé con algunos mechones del cabello de Maximiliano
y gran parte de ellos se lo regalé a mis amigos en San
Luís Potosí."
.
|
Más que correspondencia desde
las profundidades del ciberespacio, Tulpa Max incita comentarios,
por lo general amables, pero de vez en cuando agresivos. Estos
últimos me han revelado, y no enteramente para mi sorpresa,
que muchos mexicanos están convencidos ciegamente de que
por haber publicado una novela que tiene que ver con Maximiliano
su autora debe de ser aficionada tanto de los supuestos encantos
de ese antiguo aristócrata de barba rojiza como de su
anacrónica filosfía política. Obviamente
tales personas no han leído mi libro, en el cual, siguiendo
de cerca la historia documentada, Maximiliano es capaz de decisiones
crueles—tales como su trato de la joven madre estadounidense
de Agustín de Iturbide y Green, y el decreto de la banda
negra (la proclamación de que cualquier persona encontrada
con un arma podría ser ejecutada sin juicio), ni hablar
de su decisión de reinstalar la esclavitud—. Es cierto
que llevo toda la empatía de la cual soy capaz a mi retrato
de Maximiliano. Pero la
empatía—ver con el corazón—es para
una novelista la primera, mejor y más poderosa facultad,
y no necesariamente implica simpatía por los hechos o
ideas del personaje en cuestión.
Hay muchas maneras de comprar un yate. Una de ellas ciertamente
no es escribir una novela, al menos que seas J.K. Rowling. Por
resucitar a Maximiliano mi más rica recompensa ha sido
la cornucopia de oportunidades para "el banquete de la razón
y el flujo del alma." Cito al poeta inglés Alexander
Pope, pues me gusta imaginar que así lo haría Maximiliano
para describir mis reuniones con lectores, escritores colegas,
y los estudiosos de una época de la historia mexicana
tan sangrienta, exótica y laberínticamente transnacional.
Así que debo agradecer a Tulpa Max mi recorrido por Querétaro
con la novelista Araceli Ardón. Y también por ese
almuerzo en la Zona Rosa de la Ciudad de México con los
historiadores Amparo Gómez Tepexicuapan y Michael
K. Schuessler, en donde, sobre rollos primavera y camarones
en salsa agridulce, y la pequeña interrupción de
un terremoto, hablamos de las declaraciones de Maximiliano
en náhuatl, de su jardinero Wilhelm
Knechtel, y de a visita que en 1865 le hicieron los kikapúes.
Porque sabía que iba a ser igual de fascinante como divertido,
entrevisté para mi blog el historiador mexicano Alan
Rojas Orzechowski sobre el pintor de la corte de Maximiliano,
Santiago Rebull—quién fue, años después,
profesor de Diego Rivera—.
En el programa de radio de Guadalupe Loaeza charlé largo
y tendido con ella y con Verónica González Laporte
sobre los bailes imperiales de Maximiliano, la locura de Carlota,
y esa esposa tan joven e inverosímil del mariscal francés
Achille Bazaine, Pepita
de la Peña.
Y hubo un momento brillante en aquella tarde en la terraza del
Centro de Estudios de Historia de México en Chimalistac
cuando por casualidad pude hablar con Luis
Reed Torres sobre uno de los generales de Maximiliano, el
inmerecidamente olvidado Manuel Ramírez de Arellano, quién
escapó de un pelotón de fusilamiento para terminar
muriendo de fiebre en Italia.
Viajé a Puebla por la alegría de escuchar a Margarita
López Cano hablar de óperas de Bellini y de
Verdi en la época de Maximiliano.
El más memorable de mis encuentros fue un almuerzo de
una tarde entera con el historiador Guillermo Tovar de Teresa
en su casa antigua en la Colonia Roma—mantel de encaje y
tamborileo de lluvia en las ventanas—. Siempre quise conocer
al autor de ese glorioso libro, La
ciudad de los palacios. Hasta que oscureció conversamos
sobre Maximiliano y los Iturbides, de Miramón y los más
escasísmos libros de colección.
Hablando de libros de colección, atesoro mis ejemplares
autografiados por el historiador austriaco Konrad
Ratz. Hasta su fallecimiento en 2014, fue incansable investigador
de la vida y gobierno de Maximiliano. Fue un gran honor presentar
su libro que escribió al lado de Amparo Gómez Tepexicuapan,
Los
viajes de Maximiliano en México (1864-1867), en
una noche estrellada en el mismísimo Castillo de Chapultepec.
Tulpa Max, que lo que más ama es oír hablar de
sí mismo (incluso de su cadáver desecado con los
ojos alzaprimados de una estatua de la Virgen y sus piernas rotas
para que cupieran en el ataúd), ahora se encuentra de
pie. El color se ha levantado en sus mejillas y sus ojos abiertos
brillan como los de un zorro. Desliza la palma de su mano enguantada
sobre su barba y levanta la nariz para aspirar lo que desearía
que fuera una brisa de mar. Pero es apenas el aroma de mi tasa
de café. Nada de ajo, no todavía.
Ahora, con tu permiso, querido lector, voy a bajar mi correspondencia
cibernética.
|
C.M. Mayo (El Paso, 1961) es autora
de la novela El
último príncipe del Imperio Mexicano, traducida
por Agustín Cadena y publicada por Grijalbo. |
 |